La abdicación de Amadeo abrió paso a la proclamación de la Primera República por acuerdo entre los radicales, que tenían la mayoría en las Cortes, y los republicanos. Destacó en este momento el papel del radical Cristino Martos —que procedía de los cimbrios— ante las reticencias manifestadas por Ruiz Zorrilla a renunciar a una solución monárquica. El histórico republicano Emilio Castelar subiría a la tribuna para proclamarla solemnemente con un discurso histórico: «Señores, con Fernando VII murió la monarquía tradicional; con la fuga de Isabel II, la monarquía parlamentaria; con la renuncia de don Amadeo de Saboya, la monarquía democrática; nadie ha acabado con ella, ha muerto por sí misma; nadie trae la República, la traen todas las circunstancias, la trae una conjuración de la sociedad, de la naturaleza y de la Historia. Señores, saludémosla como el sol que se levanta por su propia fuerza en el cielo de nuestra Patria».
Proclamación de la República por la Asamblea Nacional (1873). Pellicer
El resultado de la votación fue abrumador: 258 votos a favor contra 32. Realmente no había otra alternativa posible. El primer ejecutivo de coalición, integrado por cinco radicales y tres republicanos —Pi i Margall, Salmerón y Castelar—, sería presidido por el republicano federal Estanislao Figueras, mientras que el radical Cristino Martos sería nombrado al frente de la Asamblea Nacional, denominación que fue adoptada por la reunión extraordinaria de Cortes.
Sin embargo el nuevo ejecutivo se constituía sobre un verdadero polvorín político y social en que se había convertido el país: La guerra de Cuba y la guerra carlista, la crisis económica internacional que también golpeaba en nuestro país, la situación explosiva en el campo andaluz con ocupación de tierras de latifundio, las huelgas obreras en los centros industriales de la periferia mediterránea (Cataluña, Valencia, Alicante…), y el descontento entre los sectores republicanos federales más radicalizados («intransigentes») que no se fiaban de un gobierno con mayoría de antiguos monárquicos del Partido Radical y que se hicieron fuertes en las juntas locales revolucionarias que propugnaban constituir la República Federal desde abajo (en realidad casi con una concepción de tipo confederal). Los sectores más conservadores seguían conspirando en el marco de la Liga Nacional, los círculos carlistas de Madrid se reunían de forma ostentosa y sus periódicos se seguían publicando sin censura lanzando soflamas incendiarias contra el nuevo régimen, mientras que en el norte peninsular continuaba la insurgencia carlista con el apoyo económico de sectores conservadores con intereses en Cuba que se confabulaban desde Biarritz (Francia).
Al frente de Gobernación estaba el republicano federal Pi i Margall que buscaba, con éxito relativo, convencer a los sectores intransigentes de su propio partido para que moderaran sus impulsos sin recurrir a la represión. Pero la presión era tal que Figueras presentó la dimisión por la imposibilidad de dirigir un ejecutivo en el que la confrontación era total. Ante esta situación, los radicales, dirigidos ahora por Cristino Martos, pretendieron expulsar a los republicanos federales del gobierno y disolver las Cortes, mediante un verdadero intento de golpe de Estado, que fracasó al movilizar Pi i Margall a los Voluntarios de la República (que venía a ser una especie de continuidad de la Milicia Nacional pero adaptada a los tiempos republicanos). El resultado fue el contrario del perseguido por la intentona golpista, pues los radicales fueron expulsados del gobierno, lo que obligó a disolver las Cortes y convocar elecciones a Cortes Constituyentes, aunque la trama conspiratoria de los radicales, con el apoyo de personajes conservadores como el general Serrano o el mismo Sagasta, continuó actuando, aunque sin éxito.
Las Cortes Constituyentes y el gobierno de Pi i Margall
Finalmente, las elecciones a Cortes Constituyentes se celebraron en mayo, obteniendo los republicanos federales 343 escaños frente a 31, en medio del retraimiento de la mayoría de fuerzas que habían participado en la conspiración golpista y cuyos líderes, en algunos casos, habían abandonado el país. La abstención alcanzó a un 60% de los votantes (varones, mayores de 21 años, pues la mayoría de edad se había anticipado desde los 25 a los 21). En estas condiciones, las Cortes que tenían que elaborar la Constitución de la República reunidas el 1 de junio distaban de tener una gran representatividad.
Pero no por haber llegado a copar la mayoría de la cámara los republicanos federales iban a ponerse de acuerdo en el camino a seguir. Por un lado estaban los sectores intransigentes, que contaban con unos 60 escaños, y propugnaban la constitución de la república federal desde abajo, desde los territorios. En el lado opuesto, con una nutrida representación, se encontraban los republicanos más moderados, entre los cuales muchos no compartían la idea de federación y eran más favorables a una república unitaria, acercándose en eso a los radicales ahora marginados, a los que pensaban que había que incluir en la construcción del nuevo régimen. Su modelo de referencia era la III República Francesa, de carácter centralista y conservador. Ahí estaban, aunque con algunas diferencias entre ellos, Salmerón y Castelar. Y finalmente, ocupando una especie de lugar central se encontraba Pi i Margall, partidario de la república federal, pero construida desde arriba a partir de una constitución que diera cabida a los diferentes estados o cantones federados. Su nivel de apoyos era incierto, incluso sus propios partidarios a veces se dividían en ciertas votaciones, decantándose a uno u otro lado.
Diferentes intentonas de fuerza a cargo de los intransigentes, en algún caso arrastrando a la milicia de los Voluntarios de la República, llevaron a Figueras a dimitir el 10 de junio y a abandonar el país dirigiéndose a Francia. Como consecuencia, y ante la grave crisis existente, Pi i Margall tuvo que asumir el cargo de presidente del poder ejecutivo con el apoyo de Salmerón y Castelar que lo consideraban el único capacitado para poder atemperar el movimiento intransigente. Pi i Margall, además de intentar sacar adelante una Constitución de carácter federal, quiso impulsar toda una serie de medidas de carácter social por las que ciertos sectores conservadores le acusaban de «socialista». Se aprobó una ley que regulaba y limitaba el trabajo de mujeres y niños en la industria y otra que establecía los jurados mixtos para intermediar entre trabajadores y patronos —retomada décadas después por Largo Caballero desde el ministerio de Trabajo de la Segunda República—. También propuso a las Cortes, aunque no llegó a ser aprobada, una ley de reforma agraria que trataba de devolver a los campesinos, a cambio del pago de un censo vitalicio, las tierras comunales expropiadas por la desamortización civil de Madoz y que tanto rechazo había generado en el campo andaluz y extremeño. A todo ello se unía la voluntad de abolir la esclavitud en el Caribe, separar radicalmente la Iglesia y el Estado y establecer como prioridad la enseñanza laica, obligatoria y gratuita. Como se puede ver, constituía un programa social muy avanzado para su tiempo, que recordaba en muchos aspectos a ciertas medidas sociales que fueron adoptadas por la Comuna de París un par de años antes, en 1871.
La insurrección cantonalista y la caída de Pi i Margall
Sin embargo, pese a toda esta política de reformas sociales que Pi i Margall pretendía sacar adelante, no sin dificultades, y pese al rápido avance en la redacción de la Constitución de carácter federal, los intransigentes se retiraron insatisfechos de las Cortes el 1 de julio, alegando todo tipo de desacuerdos con la manera de conducir el proceso, llamando a impulsar desde sus territorios un proceso republicano federal desde abajo. Lo que puso inmediatamente en marcha las insurrecciones cantonalistas que se extendieron por innumerables localidades del país. Sevilla acordó transformarse en República Social, en Alcoy una insurrección obrera dirigida por miembros de la Internacional seguidores de Bakunin tomó al asalto el Ayuntamiento dando muerte al alcalde republicano, Málaga, Valencia, Castellón, Torrevieja, Salamanca, Tarifa, Algeciras, Almansa, Andújar, Bailén, Cádiz, Granada, Motril… unas veces a nivel local, otras a nivel provincial se constituyeron en cantones independientes. Aunque como señalan muchos autores, y pese a las acusaciones realizadas por los sectores conservadores contra ellos, no eran separatistas, buscaban una construcción de la República federal desde abajo, de forma popular, llenándola de contenido social.
De todos los cantones constituidos el que tuvo una duración más prolongada fue el de Cartagena. Se proclamó el 12 de julio y sobrevivió hasta el 12 de enero de 1874, es decir, más allá del final de la República parlamentaria tras el golpe de Pavía el 3 de enero de 1874. Se constituyó al grito de ¡Viva la República federal!, por lo tanto no tenía un objetivo separatista, sino el de implantar la república federal desde la base, y muchas de las medidas adoptadas, como la bandera roja, recordaban enormemente los decretos de la Comuna de París: prohibición del trabajo infantil, jornada máxima de 8 horas, limitación de los sueldos máximos, abolición de todas las cargas feudales y medidas de separación radical entre Iglesia y Estado, (tal y como se puede apreciar en el cuadro adjunto) medidas que los cartageneros planteaban que fueran adoptadas por la República Federal para todo el país.
Desbordado por un movimiento que escapaba totalmente de su control y contra el que no había querido emplear la fuerza sino el diálogo y la persuasión, Pi i Margall, tras perder la confianza de las Cortes, presentó su dimisión el 18 de julio de 1873. La Constitución de la República Federal, que estaba ya prácticamente elaborada, incluyendo 17 estados —equivalente a las autonomías actuales pero sin Madrid, ni Rioja, ni Cantabria y con dos Andalucías, oriental y occidental, más Cuba y Puerto Rico— no pudo ser promulgada, resultando en buena medida abortada por el propio movimiento cantonalista que defendía la implantación inmediata del federalismo.
El compañero de Marx, Engels, redactó un informe para la Internacional en 1873 en el que criticaba duramente el papel de los anarquistas bakuninistas en la insurrección cantonal a la que dieron su apoyo, cuando no la impulsaron como en el caso de Alcoy. En el documento redactado por Engels, titulado Los bakuninistas en acción se puede leer: «Castelar y comparsa, se echaron a temblar ante el movimiento, que les rebasaba; no tuvieron más remedio que ceder el poder a Pi i Margall, que intentaba una transacción con los intransigentes. Pi era, de todos los republicanos oficiales, el único socialista, el único que comprendía la necesidad de que la República se apoyara en los obreros. Así presentó enseguida un programa de medidas sociales de inmediata ejecución, que no sólo eran directamente ventajosas para los obreros, sino que, además, por sus efectos, tenían necesariamente que empujar a mayores avances y, de este modo, por lo menos poner en marcha la revolución social. Pero los internacionales bakuninistas, que tienen la obligación de rechazar hasta las medidas más revolucionarias, cuando éstas arrancan del «Estado», preferían apoyar a los intransigentes más extravagantes antes que a un ministro». Y remarcaba: «la puñalada trapera de este levantamiento, organizado sin pretexto alguno, imposibilitó a Pi i Margall para seguir negociando con los intransigentes. Tuvo que dimitir; lo sustituyeron en el poder los republicanos puros del tipo de Castelar, burgueses sin disfrazar, cuyo primer designio era dar al traste con el movimiento obrero, del que antes se habían servido, pero que ahora les estorbaba»
La caída de Pi i Margall dio paso a otro presidente más conservador, el republicano Salmerón (18 de julio de 1873), que recurrió al ejército encomendando a dos generales el aplastamiento de la insurrección cantonal: Pavía fue el encargado de intervenir en el Sur y Martínez Campos en el litoral levantino y, amparados por ellos, los brigadieres y oficiales más conservadores. Finalmente, Salmerón dimitió también el 6 de septiembre de 1873 por negarse a firmar un decreto que modificaba las ordenanzas militares para permitir al ejército aplicar la pena de muerte entre los resistentes cantonalistas sin intervención de tribunales civiles (por tanto, su dimisión no fue estrictamente por no firmar unas penas de muerte, como a veces se ha contado). Tras dimitir fue reemplazado por Castelar, que profundizó sorprendentemente el giro conservador, solicitando poderes especiales de las Cortes para poner fin a la insurrección, poderes que le fueron concedidos y que implicaban la suspensión temporal de las mismas, aunque con la oposición de los partidarios de Pi i Margall y los intransigentes, y que dieron todo el protagonismo al estamento militar, que ya se iba decantando por una solución alfonsina (por el futuro Alfonso XII) de restauración de la monarquía borbónica.
República autoritaria de 1874
Tras finalizar el período en que Castelar disfrutó de poderes especiales, se reunieron las Cortes el 2 enero de 1874 ante las que tenía que rendir cuentas, encontrándose con la sorpresa de que había perdido la confianza de la cámara por 106 votos contra 101, que le reprochaban no haber aplicado una solución republicana al conflicto cantonal (por ejemplo había aprobado la modificación de las ordenanzas militares que habían propiciado la dimisión de Salmerón). Como alternativa a Castelar, los sectores republicanos vinculados con Salmerón y Pi i Margall pactaron al día siguiente un candidato alternativo, Eduardo Palanca.
El general Pavía, apostado con sus tropas, junto con la Guardia Civil, en el exterior de las Cortes, conminó a los diputados a salir. Finalmente, cuando se estaba procediendo a la votación del candidato federal, tropas del ejército y la Guardia Civil —en una estampa que se volvería a repetir el 23 de Febrero de 1981— irrumpieron en el Congreso dispersándolo.
Pavía intentó que se formara un «gobierno nacional» presidido por Emilio Castelar incluyendo a sectores conservadores, pero Castelar rehusó y finalmente fue el general Serrano quien asumió la presidencia del poder ejecutivo con las Cortes clausuradas y suspendida la Constitución de 1869, estableciéndose de facto una República autoritaria, una dictadura, que procedió a derogar inmediatamente las reformas sociales aprobadas en el período anterior, ilegalizando a la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) —cuestión que algunas formaciones políticas venían intentando desde el año 1871, contando con la oposición de los republicanos federales y Pi i Maragall en particular que, como abogado, había ejercido con anterioridad la defensa de algunos de sus miembros—. Serrano, en un último intento de asegurar la supervivencia de la República, aunque bajo una forma autoritaria y conservadora, iba a intentar poner fin a la Tercera Guerra Carlista, y de cara a obtener la financiación para la movilización militar estableció el monopolio de emisión de moneda del Banco de España. Pero no lo conseguiría. Los sectores más conservadores ya se habían decantado por una solución al margen de la República, negociando la restauración de los Borbones en la persona del hijo de Isabel II, el futuro Alfonso XII. Cánovas logró convencer a Isabel II de la necesidad de abdicar en su hijo, preparando una transición pactada que adoptara formas constitucionales, como se recoge en el Manifiesto de Sandhurst (1 de diciembre de 1874), suscrito por el príncipe Alfonso, pero redactado por Cánovas. Sin embargo, el pronunciamiento en Sagunto (29 de diciembre de 1874) del general Martínez Campos —cuya estatua ecuestre se encuentra en el Retiro, obra de Mariano Benlliure—, precipitó la proclamación de Alfonso XII como rey, constituyéndose el 31 de diciembre de 1874, con la aquiescencia de Serrano, un gabinete de regencia presidido por Cánovas a la espera de la llegada de Alfonso XII, iniciándose así la etapa de la Restauración.
De esta manera, se ponía fin no solo a la Primera República, sino a todo un período de efervescencia democrática y revolucionaria iniciado en septiembre de 1968 con el derrocamiento de la monarquía borbónica de Isabel II, comenzando un largo período de dominio de las fuerzas conservadoras que ya no sería interrumpido hasta la llegada de la Segunda República el 14 de abril de 1931. Hasta ese momento, los republicanos españoles conmemoraban el 11 de febrero de 1873 como el día de la República.
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